Foto: Manuel Rodriguez

Escrito por Jorge Volpi. Escritor mexicano miembro de la denominada generación del crack y actualmente director general del Festival Internacional Cervantino. 17 Sep. 2016

Sostienen haber sido más de un millón en cientos de ciudades. Lo de menos es que las cifras reales los desmientan: marchaban llenos de entusiasmo e indignación, padres, madres y niños -muchos niños-, acompañados o azuzados por sacerdotes, pastores, obispos y numerosos políticos conservadores, convencidos de que su lucha no sólo es justa y necesaria, sino imprescindible. De que el mundo ha entrado en una fase de depravación y decadencia y ellos son los encargados de alertarnos sobre sus peligros. De que la sociedad se pudre y descompone y ellos han recibido la sagrada misión de salvar nuestras almas. De que su Dios pensó un orden natural para las cosas -para los sexos- y nadie tiene derecho a alterarlo.

Los hemos visto en otras partes, la laica Francia o la católica España, cientos de miles, acaso millones, saliendo a la calle a repetir las mismas consignas y enarbolar las mismas exigencias, desgarrándose las vestiduras ante la amenaza del Estado y sus demonios. Al mirarlos al desgaire, sosteniendo sus pancartas y repitiendo a coro sus consignas -sus plegarias-, sonriendo o mostrándose orgullosos de sus creencias, uno podría llevarse a engaño y pensar que son ciudadanos pacíficos, alegres, sensatos, expresando su natural derecho a disentir. Sólo si uno los observa con cuidado y repara en sus muecas y sus guiños, en el asco que apenas consiguen disimular, en los puños crispados o la vehemencia de su desdén, uno se da cuenta de que no los guía otra cosa sino el miedo. Marchan y marchan porque están muertos de miedo, y el miedo cancela todo atisbo de razón y de empatía -de, dirían ellos, fraternidad.

El miedo a tener un hijo o un hermano o un amigo o un pariente que se aparte de lo que les han inculcado que es la «normalidad» los perturba y los ciega, les arranca incluso la compasión que en teoría se halla en el centro de su fe. Porque en el fondo no sabrían qué hacer ante una situación semejante, porque no saben si no dudarían en repudiar a ese hijo, a ese hermano, a ese familiar, a ese amigo «antinatural» o si acaso, solo acaso, podrían vencer sus prejuicios y aceptar a ese ser querido como lo que es, como lo que quiere ser. Ante este dilema que no se atreven a plantearse, buscan un Enemigo supremo: el Estado, representado en esta ocasión por el Presidente, al cual culpar de antemano de que sus hijos pudieran convertirse en lo que para ellos es una «aberración».

Muertos de miedo, elaboran o creen toda clase de mentiras, a cual más absurdas -la más perversa: que en las escuelas se obligará a los niños a vestirse como niñas o a las niñas a vestirse como niños para que luego cada uno elija libremente su preferencia sexual-, repiten como mantra que hay que desterrar de las escuelas la «ideología de género», sin tener la más pálida idea de lo que esto significa, y dicen que quieren proteger a sus hijos y a la familia cuando lo único que anhelan es escudarse a sí mismos, adoctrinados por unos cuantos fanáticos que ya han ganado la partida al lograr que el tema se convierta en motivo de debate o discusión.

El derecho a manifestarse y a expresar sus opiniones -por equivocadas que sean-, no elimina la responsabilidad de incitar al odio. Debe quedar muy claro: no marchan y vociferan para defender a la familia, como dicen; ni siquiera para defender a la familia tradicional o a sus propias familias, sino para oponerse a las familias de otros. Para arrancarles derechos a quienes ya los tienen y están protegidos por las leyes o por las decisiones de la Corte. Marchan y vociferan para exigir que otros pierdan su libertad. Marchan y vociferan para aplastar las voluntades de los demás.

Y del mismo modo que nadie juzgaría admisible que alguien saliera a manifestarse a las calles para exigir que a alguien se le arrebaten sus derechos a causa de su edad, su religión, el color de su piel o su origen étnico, también debemos juzgar con extrema dureza a quienes lo hacen en virtud de sus preferencias sexuales: se trata de una enorme vileza que debería de ser incompatible con los valores esenciales de cualquier familia.

 

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