Foto por: Kate Ter Haar, CC licence. >
El contagio sufrido por la auxiliar de enfermería del hospital Carlos III, Teresa Romero, ha planteado un debate político y sanitario tan feroz y apasionado como, en el fondo, lleno de angustia y temor ante una posible expansión del virus del ébola en la sociedad española. Por fortuna, Teresa parece estar respondiendo muy bien al último tratamiento experimental que se le aplicó, pero el número de personas aisladas para someterlas a análisis y mantenerlas bajo vigilancia no para de crecer. En Estados Unidos, otras dos personas de enfermería han sido contagiadas por enfermos tratados allí y el presidente Obama ha hablado de la necesidad de dar una “respuesta internacional a la epidemia”. Por ahora, la mayor preocupación de las autoridades sanitarias se centra en el uso correcto de los equipos de protección de los sanitarios.
Mientras tanto, en África Central, más de mil personas se contagian de ébola cada semana, de las cuales se calcula que morirá al menos un 70%. Desde el primer brote en 1976, se calcula que han muerto más de 12.000 personas a causa del ébola (unas 5000 según cifras oficiales). Aunque puede parecer un número bajo, sobre todo si lo comparamos con otras enfermedades contagiosas como la malaria (se calcula que cada año mueren unas 600.000 personas a causa de esta enfermedad, según cifras de la OMS), el ébola es especialmente peligroso por carecer de un tratamiento específico probado, la alta tasa de mortandad y la relativa facilidad de transmisión.
Podría decirse que no se producía una alarma sanitaria semejante en el mundo occidental desde la aparición del virus del sida en los años 80. Otras enfermedades, como la gripe aviar o la gripe A, fueron episodios pasajeros de corta duración, tampoco exentos de polémica. El mundo occidental, acostumbrado al bienestar, suele angustiarse fácilmente cuando algún virus, un enemigo invisible difícil de controlar y aún más de destruir, amenaza nuestra generalmente plácida existencia.
Esta angustia generalizada ha llevado a las autoridades a pensar en medidas que eviten la propagación del virus, particularmente controlando a las personas que viajan desde alguna de las zonas donde más se ha propagado la infección. Esto lleva a un control creciente de los viajeros procedentes de África Central en los aeropuertos. Los virus no necesitan pasaporte para migrar de un país a otro.
Así, hoy en día señalamos con el dedo a personas procedentes de África como sospechosos, posibles portadores de enfermedades mortales. Sin embargo, tampoco los europeos tenemos un historial limpio a este respecto. Hace una semana se celebraba en Madrid el “Día de la Hispanidad”, festividad que recuerda la llegada al continente americano de la primera expedición comandada por Cristóbal Colón. Aquel primer viaje acabaría causando la invasión y dominación de América por las potencias europeas, particularmente España y Portugal, al cabo de pocos años.
Los conquistadores no solo llevaron las armas de fuego y los caballos a América. También llevaron sus propios virus y enfermedades, que contagiaron a amplios sectores de la población indígena que carecía de los anticuerpos necesarios para sobrevivir a ellos. Según la demógrafa mexicana Elsa Malvido, entre 1518 y 1540 se produjeron tres grandes epidemias de viruela que causaron una mortandad del 80% de la población indígena. Otras epidemias de procedencia europea, como el sarampión, el tifus y la peste bubónica, acabaron de diezmar la población indígena en muchas regiones de América Central y del Sur. Así, más que la guerra o la reducción de la población nativa a la categoría de siervos, fueron los virus traídos por los conquistadores los que acabaron con la mayor parte de la población. Algunas de estas enfermedades, como la peste, habían sido traídas a su vez a Europa desde Asia, causando la muerte de unos 25 millones de personas, casi un tercio de la población europea de la época.
Así pues, podemos plantearnos qué sentido tiene atribuir a una región del mundo el origen y la transmisión de una enfermedad infecciosa. En definitiva, los virus también migran y no existen fronteras que puedan detenerlos. Además es moralmente inaceptable pensar que nosotros debemos salvarnos sin reconocer que debemos salvar también a las poblaciones que viven en zonas de propagación sin contar con las mínimas garantías de higiene y salubridad que impidan la expansión de las enfermedades. Solo podremos acabar con estas epidemias cuando cobremos conciencia de que toda la humanidad es un solo pueblo y actuemos en consecuencia.
Jaume De Marcos
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