Recuerdo, con precisión nítida, el momento en que tuve la percepción intelectual que liberó mi razón para pensar. Estaba en el seminario. Repentinamente, con enorme espanto, percibí que todas aquellas palabras que otros habían escrito en mi cuerpo no habían caído del cielo. Si no venían de allá, no tenían derecho a estar donde estaban. Eran demonios invasores. Se abrieron mis ojos y percibí que esa monumental arquitectura de palabras teológicas que se llama teología cristiana se construyó, entera, en torno de la idea del infierno. Eliminado éste, todos los tornillos lógicos se soltarían, y el enorme edificio se vendría abajo. La teología cristiana ortodoxa, católica y protestante –excepto la de los místicos y los herejes–, es una descripción de los complicados mecanismos inventados por Dios para salvar a algunos del infierno; el más extraordinario de esos mecanismos es el hecho de que el Padre implacable, incapaz de perdonar simple y gratuitamente (como todo padre humano que ama lo sabe hacer), mata a su propio Hijo en la cruz para satisfacer la estabilidad de su contabilidad cósmica. Queda claro que quien imaginó eso nunca fue padre. En el orden del amor, son siempre los padres quienes mueren para que su hijo viva.
Hoy, las ideas centrales de la teología cristiana en que creí no significan nada para mí: son conchas de cigarra, vacías. No tienen sentido. No las entiendo. No las amo. No puedo amar a un Padre que mata al Hijo para satisfacer su justicia. ¿Quién podría? ¿Quién lo cree?
Pero lo curioso es que sigo ligado a esa tradición. Hay algo en el cristianismo que es parte de mi cuerpo. Sé que no son las ideas. ¿Qué permaneció, entonces?
Fue un Viernes Santo cuando lo comprendí. Una estación de FM transmitía, todo el día, música de la tradición religiosa cristiana. Me quedé sentado, sólo oyendo. De repente, una misa de Bach, y la belleza era tan grande que me quedé poseído y lloré de felicidad: “La belleza hincha los ojos de agua” (Adélia Prado). Percibí que aquella belleza era parte de mí. No podría jamás ser arrancada de mi cuerpo. Durante siglos, los teólogos, seres cerebrales, se dedicaron a transformar la belleza en un discurso racional. La belleza no les bastaba. Querían certezas, querían la verdad. Pero los artistas, seres con corazón, saben que la más alta forma de verdad es la belleza. Ahora, sin la menor vergüenza, digo: Soy cristiano porque amo la belleza que habita en esa tradición. ¿Las ideas? Sibilancias de estática, en el fondo…
Así, proclamo el único dogma de mi teología cristiana erótico-herética: “Fuera de la belleza no hay salvación…”.
– Rubem Alves – “Fora da beleza não há salvação…” (2010) (Traducido por Andrés Ayala)
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