Por: Roger Santodomingo. Foto CC Licence

Desde niño entendí que para sobrevivir era necesario tener una estrategia. Mi estrategia consistió, primero, en practicar más, prepararme el doble, hacer la tarea con anticipación, así tuviera que leer dos veces las páginas del texto que nos tocaba al día siguiente.


Nunca olvidaré a la maestra de mi escuela primaria que al revisar mi cuaderno me ponía mala cara por no haber hecho mi tarea. “Sí la hice maestra, ¡mire!”. “No mienta Santodomingo, eso no lo escribiste tú sino una cucaracha”. Además de mi “mala letra”, mi ortografía fue motivo de burlas por muchos años (sí, aún escribir en público me pone tenso). Además era torpe y distraído, así que para evitar ser visto como un absoluto desastre, desde los 6 años aprendí a disimular que me costaba un poco leer. Quizás era un poco más lento que el promedio, pero con el tiempo aprendí a pasar por un lector normal e incluso por uno muy apasionado. Desde entonces (y toda mi vida) llevé el secreto de saberme un completo fraude lingüístico. Es que tenía una motivación muy grande por leer y escribir bien. No era solo el terror a ser visto como el tonto de la clase (ya yo tenía bastante con ser el más chiquito, el más torpe para los juegos de pelota, el que no sabía decir groserías), para mi era un asunto de identidad, de sentirme parte de mi familia. En casa, los libros eran venerados por mis padres. La literatura y el estudio ocupaban un espacio privilegiado en nuestro hogar. De hecho, la poblada biblioteca de pared a pared y los libros que aparecían en cada rincón, eran la característica más distintiva de nuestro pequeño apartamento.

Desde niño entendí que para sobrevivir era necesario tener una estrategia. Así tuve una temprana comprensión del concepto de estilo personal. Mi estrategia consistió, primero, en practicar más, prepararme el doble, hacer la tarea con anticipación, así tuviera que leer dos veces las páginas del texto que nos tocaba al día siguiente. Segundo, un día se me ocurrió que era buena idea si leía libros de adultos, algunos de los de mi papá serían ideales. Allí encontraba muchas palabras complicadas y, si aprendía su significado, luego podía pasar por culto con la maestra. Tercero, otro método que descubrí fue llevar en mi bulto algún libro, preferiblemente de un autor con nombre ruso o alemán. Claro que al querer disimular, varias veces tuve que ir más allá y hacer el esfuerzo de leer esos libros, así fuese unas pocas páginas. Eso trajo una consecuencia mala y una buena. La mala es que a veces pasaba por presumido y, como consecuencia, no tenía muchos amigos. La buena es que con algunos libros muchas veces me era imposible parar en unas pocas páginas y aprendí a encontrar en ellos compañía, amigos que sabían más que yo y no se preocupaban por mi lentitud.

Así superé la primaria y pasé por un estudiante muy aplicado en el bachillerato. Ya intuía que si no por inteligente por afanado podría triunfar en la universidad. Recientemente, todo esto volvió a mi memoria porque un amigo encontró en youtube un video con uno de los momentos más vergonzosos de mi vida. Yo tenía 16 años de edad y había sido seleccionado para participar en un programa de televisión como “el genio” de mi colegio. Aquella sería la cúspide de todo mi doloroso esfuerzo por disimular mi dificultad para leer y escribir. También corría el riesgo de ser descubierto. Y así ocurrió. Aquel fue mi primer y entonces más rotundo revés en la vida. Puede que tuviera muchos conocimientos e información en mi cabeza, pero mi velocidad de respuesta nunca podría competir con el apremio de la televisión. Para colmo, el universo conspiró contra mí, al tocarme varias preguntas de deportes. Yo tenía una acentuada aversión por los juegos de pelota. Para mi el voleibol era un juego de niñas, el básquet era para gente más grande que yo y el béisbol era una pelota invisible que en mi experiencia podría causar mucho dolor. Con el fútbol me sentía un poco mejor porque yo era fuerte, corría rápido y resistía bien los golpes, además, en general, un partido, para mí representaban unos 90 minutos de lectura ininterrumpida en la banca.

Semanas después de aquel show me tocó presentar el examen nacional que era requisito para la admisión en la educación superior. Hice cientos de ejercicios y el día anterior me encerré en la biblioteca de la escuela a hacer exámenes de práctica. Allí me encontró mi profesor de Física, echándome con una reprimenda. Ese año fui el estudiante con el récord más alto del país (en realidad hubo un empate con otros en varias ciudades ese año). El día después de anunciados los resultados, el profesor felicitó al que de nuestro colegio obtuvo el más alto puntaje en lenguaje y al que obtuvo el más alto en matemáticas. “Otros creen que son unos genios, pero lo que hacen es aprenderse todas las preguntas y respuestas de memoria”. Ante mis compañeros de colegio y ante mi profesor de física había sido desenmascarado y quedado al descubierto como un farsante.

Después de haber sido admitido en la universidad para estudiar periodismo, fue que me hice, por primera vez, una evaluación cognitiva con un especialista. Y entonces no puedo olvidar a la psicóloga preguntarme: “¿Por qué quieres ser escritor? Siendo disléxico, ¿no crees que podrías explorar otras áreas donde puedas tener éxito y ser más feliz?” “¿Disléxico yo?” En realidad, le pedí que elaborara un poco y me explicara qué significaba eso de ser disléxico y cómo se curaba.

Cualquiera que haya sido su respuesta, no me disuadió. Ya yo había decidido lo que quería ser. Los libros eran mis amigos y, para mi, la mejor forma para hacer más amigos sería escribir libros algún día. Probablemente yo sería un poco más lento, como siempre sería difícil recordar palabras y nombres complicados y las cosas me costarían un poquito más (lo cual confirmé más dolorosamente aún cuando decidí que debía aprender a hablar y escribir bien en en un segundo idioma). Pero necesitaba ser fiel a aquel adolescente terco y sordo a todos los argumentos que le contradijeran. Recuerdo que entonces le dije a la psicóloga y me lo juré a mi mismo que no permitiría que ningún test definiera mi vida.

Cada tanto me toca revivir el terror a ser el tonto de la clase, a ser desenmascarado catastróficamente, especialmente cuando he tenido que concursar por un trabajo o iniciar un nuevo proyecto. Ha sido agotador mantener mi secreto por años. Para mi era una vergüenza, especialmente frente a mi familia. El mío fue un defecto conocido por muy pocos cercanos a mi a lo largo de mi vida. Ahora no me da tanta pena, en parte porque todos tenemos más información y el mundo también es más tolerante. Es más, para algunos incluso es un motivo de orgullo, pero sigue siendo difícil, no solo escribirlo, sino aceptar que uno tiene una discapacidad (sobretodo si es posible pasar desapercibido o simplemente como alguien distraído). Todavía leo lento, escribo con esfuerzo, y aunque he tenido muchos empleos y me he embarcado en empresas muy diversas, no he cambiado de propósito. Seré un escritor, así en mi vida solo tenga unos pocos verdaderos amigos.

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