La época navideña, independientemente de las creencias religiosas que profesemos o la falta de ellas, es una temporada que propicia la alegría, la esperanza y la reconciliación. Y eso es, en esencia, lo que debería caracterizar toda auténtica experiencia espiritual.
«No tengan miedo. Les traigo una buena noticia que los dejará muy contentos: ¡Su Salvador acaba de nacer en Belén! ¡Es el Mesías, el Señor!» Lucas 2.10, 11
Cada día que pasa pareciera que las malas noticias aumentan en número y gravedad. ¡Cuánta falta le hace a nuestro mundo una verdadera buena noticia! El evangelio cristiano propone una magnífica buena nueva, pero no revestida de pompa ni espectacularidad, sino presente en la inocencia de un tierno niño, nacido en la pobreza, en una minúscula villa de una provincia olvidada. El milagro de la navidad es ese, percibir en lo pequeño la magnificencia de la vida.
No hay necesidad de buscar lo divino en una dimensión etérea y ajena a la vida cotidiana. La navidad nos recuerda que encontramos la presencia de Dios en cada rincón de nuestro mundo y en todo momento, basta mirar sensiblemente a niños y niñas, las montañas y los valles, las noches estrelladas. La alegría de sabernos vivos en la corriente de la vida de todo, la esperanza de aportar nuestro granito de arena a una mejor convivencia entre nosotros todos, y la reconciliación con Dios, con las personas y con el mundo que habitamos, en una fiesta que se hace para la humanidad.
«Aquí es donde Dios vive con su pueblo. Dios vivirá con ellos, y ellos serán suyos para siempre. En efecto, Dios mismo será su único Dios.» Apocalipsis 21.3
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